El Cristo de la Vega.

    Había en Toledo dos amantes: Diego Martínez e Inés de Vargas, se amaban locamente, pero un día llegó una mala noticia para los dos, Diego tenía que partir hacia Flandes y esto sembró el miedo y el terror ante los dos, ya que este viaje les separaría y  solo Dios sabe por cuanto tiempo. Llegó la hora de la despedida y esta se produjo en la capilla del Cristo de la Vega en la cual los dos se juraron amor eterno y Diego tocando los pies de Cristo prometió desposarla en cuanto regresara.

    Mientras Inés se marchitaba de tanto llorar, ahogándose en su desesperanza y desconsuelo, desesperado sin acabar de esperar, aguardando en vano la vuelta del galán. Todos los días rezaba ante el Cristo testigo de su juramento, pidiendo la vuelta la Diego, pues en nadie mas encontraba apoyo y consuelo.

    Dos años pasaron y las guerras de Flandes acabaron, pero Diego no regresaba, pero Inés nunca desesperó y todos los días acudía al miradero en espera de ver aparecer a su amado. Un día vio aparecer un tropel de hombres a lo lejos que se acercaban a la muralla de la ciudad, y se encaminaban a la plaza del Cambrón, esta fue corriendo hacia allí a ver quienes eran como había hecho muchas otras veces, cuando allí llegó el corazón le palpitó con fuerza, al frente del pelotón de hombre en cabeza iba Diego. ¡Por fin! Tanto tiempo esperando dio fruto, Inés dando gritos de alegría agradecía al cielo el haberle traído sano y salvo, pero... Diego al verla le hizo caso omiso como si no la conociera y dando espuelas al caballo se adentro en las callejuelas de Toledo.

    ¿Qué había hecho cambiar a Diego Martínez? Posiblemente fuera su encubrimiento, pues de simple soldado fue ascendido a capitán y a su vuelta el rey le nombró caballero y lo tomó a su servicio. El orgullo le había trasformado y le había hecho olvidar su juramento de amor; negando en todas partes que él prometiera casamiento a esa mujer.

    Inés no cesaba de acudir ante Diego, unas veces con ruegos, otras con amenazas y muchas mas con llanto; pero el corazón del joven capitán de lanceros era una dura piedra y continuamente le rechazaba.

    En su desesperación solo vio un camino para salir de la dura situación en que se encontraba, ya que en todas partes de la ciudad murmuraban sobre el caso de Diego e Inés, y fue acudir al gobernador de Toledo que en esta caso era Don Pedro Ruiz de Alarcón y le pidió justicia. Don Pedro hizo acudir ante él en el tribunal a Don Diego Martínez y a Inés y primero escucho a uno contar lo acontecido para mas tarde escuchar a Diego negar haber jurado casamiento a Inés. Ella porfiaba y él negaba. No había testigos y nada podía hacer el gobernador. Era la palabra de uno contra la del otro.

    Inés recordaba tener un testigo. Cuando la joven dijo quien era ese testigo  todos se quedaron paralizados por el asombro, tras un silencio aterrador y una breve consulta de don Pedro  con los jueces que le acompañaban decidieron ir al Cristo de la Vega a tomarle declaración.

    Entraron todos en el claustro, encendieron ante el Cristo cuatro cirios y se postraron de hinojos a rezar en voz baja.

Está el Cristo de la Vega la cruz en tierra posada,

los pies alzados del suelo poco menos de una vara;

hacia la severa imagen un notario se adelanta,

de modo que con el rostro al pecho santo llegaba.

A un lado tiene a Martínez; al otro lado, a Inés de Vargas;

detrás el gobernador con sus jueces y sus guardias.

Después de leer dos veces la acusación entablada

el notario a Jesucristo así demandó en voz alta:

-Jesús, hijo de María, ante nos esta mañana

citado como testigo por boca de Inés de Vargas

¿juráis ser cierto que un día a vuestras divinas plantas

juró a Inés Diego Martínez por su mujer desposarla?

Asida a un brazo desnudo una mano atarazada

vino a posar en los autos la seca y endida palma,

y allá en los aires "¡Sí, juro!" clamó una voz más que humana.

Alzó la turba medrosa la vista a la imagen santa

Los labios tenía abiertos y una mano desclavada.

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